Relatemos el cuento del niño
atribulado,
que mamó de la muerte, la culpa y el
infierno:
el que por su inocencia creyó en el
fuego eterno
y en el sufrir perpetuo por irse
inconfesado.
Repasemos
la historia del miedo regulado
por jerarcas mecenas del ser de rabo y
cuerno,
mecánicos censores del mal en fuero
interno,
infames castradores en nombre del
pecado.
Tiremos
sin demora en remotos muladares
el vil instrumental de esos pérfidos
sicarios
que inmolan los ensueños de seres
liminares.
Respetemos
las hostias, las velas, los rosarios,
pero no a los falaces y estultos
ejemplares
que anhelan cincelarnos sus credos
cavernarios.