Cuidando
cerdos en su tierna infancia,
picando
piedra en la inclemente mina,
en
su tierra huelvana y campesina
aprendió
de la vida la sustancia.
De
allí salió, librado de arrogancia,
a decir
un fandango en cada esquina,
para
elevarlo a cúspide divina,
atestado
de fama y resonancia.
Era
el cantar desengañado y largo,
desgarrado,
imposible y refulgente,
de
un ser crucial, dolido e insumiso.
Cantó
al amor, a su pueblo y a su gente,
a
la noche, al dolor, al vino amargo,
y
a la muerte que llega sin aviso.