Miro tus ojos, langostino amado,
y atisbando la enjundia en tu sesera
te descuajo impaciente la mollera
y succiono tu aroma regalado.
De tu porte y tu carne enamorado,
le doy gracias a Dios y a la salmuera
por concederme tu esencia placentera
sin ser yo majestad ni potentado.
Torno a sajar tu encortinada panza
y a manducar tu encarnación divina
sin dejar de cantar en tu alabanza.
¡Qué frescura de ráfaga marina,
de piélago celeste y en bonanza,
de blancura salada que alucina!